El Rosario, Baja California
A 14 de julio de 2018
Protegido bajo patente no. 1660383.
Artículo No. 125.
SEGUNDA PARTE...
...Y antes de recorrer la casa para conocerla, metí todas las cajas, maletas, y cobijas que habíamos llevado en el viaje desde El Rosario, Baja California, a San Manuel, Municipio de Tubutama, Sonora, ya que estaban en el patio.
Luego de tal cosa, me dispuse a ubicarme, a poner en orden el pequeño mundo que había en mi mente, ante el nuevo, grande, y desconocido horizonte que se presentaba ante mí.
Así, sin más ni más; completamente solo, como me encontraba en aquella casa, en aquel pueblo, que no lo miraba porque San Manuel y su pequeño caserío, no se veían ya que la casa de mis tíos estaba en las afueras, completamente dentro del desértico monte que ya describí, que resultaba muy familiar para mi, ya que es muy parecido al de mi tierra.
Desayuné sopa de coditos que preparé en la estufa de leña, salí al patio, -que era un terreno de una hectárea que la gente de San Manuel, le había regalado, o vendido muy barato a mi tío, ya que él era muy querido por todos, y en el pueblo deseaban que nunca saliera de entre ellos-, fui a ver el pozo del agua, y al verlo me quedé muy sorprendido por la inmensa profundidad que tenía, y aunque en mi pueblo en todas las casas contábamos con pozos también, allá, en Baja California, eran muy bajitos en comparación al que estaba viendo.
Seguí caminando, proseguí con la exploración sin rumbo, con mente de niño sin salir de los límites que me imponía aquélla hectárea de tierra; fui a ver a los cochis, les llevé granos y agua; al fin me llegó el sueño, porque en toda la noche anterior no dormí, -me la había pasado viendo hacia afuera del autobús "Norte de Sonora", aunque nada se veía porque estaba muy obscuro, deseaba ver Santa Ana; ya para entonces, por lo largo del viaje, me había dado por vencido, había aceptado que aquél pueblo no estaba cerca de San Quintín, Baja California-.
Entré a la casa poco después del medio día y me dormí, desperté cuando estaba obscureciendo, pero por lo aturdido que me sentía creí que estaba amaneciendo, así que prendí la estufa de leña para preparar "el primer café del amanecer", - como lo hacía en mi tierra- sólo que en vez de salir el sol, se obscureció más, entonces me dije:
- "No está amaneciendo, está anocheciendo", -me sentía completamente fuera de lugar y desorientado-.
Así pasé los primeros tres días, saliendo sólo al patio; por cierto que al tercer día lavé mi ropa, y cuando, al día siguiente, la fui a descolgar del tendedero, una vaca ya se la había comido, se estaba comiendo la última camisa. Eso era nuevo para mí, ya que nunca había visto, ni escuchado que las vacas se comieran la ropa del tendedero, me sorprendí mucho, de por sí que apenas tenía unas cuantas garritas como de quinto uso; pero según Yo, esa ropita eran las galas con las que planeaba salir a conocer a la gente de San Manuel.
-Con el trabajo que me llevó sacar el agua para lavarla de aquel pozo tan profundo, pensaba-.
Al cuarto día, como entre seis y ocho de la mañana escuché unos golpes entre el monte, fui a ver y encontré que estaba otra casa como a unos cien o mas metros de nuestro cerco, era la casa de Don Ruperto Celaya Bernal, y Doña Arminda Jiménez Chávez, y quien golpeaba era Artemisa "Michita", niña de mi edad, hija de los Celaya Jiménez, -fue a ella la primera persona que conocí en Sonora- quien al verme se sorprendió, pues estaba sola en el patio sacudiendo un tapete o cobija a golpes de escoba, que fueron los que escuché. La saludé y le señalé que vivía en una casa que estaba "para allá, detrás del monte", que era del Profesor Heraclio Espinoza, y Rhode, su esposa, que yo era su sobrino; ella contestó que sí los conocía, pero que a mí no.
-Pásele, ahí está mi mamá-
Por pena no entré, me fui, otro día volví y conocí a Conchita, y a los demás niños, hermanos de Michita.
Doña Arminda, madre de todos ellos, me cuestionó, y al intercambiar unas cuantas frases sobre mi origen y motivos por los que yo estaba parado frente a ella, sorprendida me abrazó, siendo aquél abrazo, el primero de los cientos que recibí de la inmensa y querida familia sonorense, que al siguientes meses del sesenta y nueve, se amplió a todos los pueblos a la redonda, porque sólo eso recibí de todos ellos, un enorme cariño y aprecio, y que ahora aunque en pequeña manera les retribuyo, escribiendo en su honor éstas memorias.
Cuando tuve el gusto de conocer, en 1969, a la familia Celaya Jiménez, nuestros vecinos, en San Manuel, me dijeron cómo llegar a la tienda de Don Andrés Gaxiola, que se ubicaba justo en el corazón del pueblo.
Una mañana fui de compras allá con Don Andrés, quien en su casa tenía acondicionada una habitación en la cual expendía algunas mercancías de uso diario, y lo hacía en su "tanichito", como él decía. La primera vez que fui a la tienda, me llamó la atención que despachaba desde una ventana, que era muy alta, así que al llegar el cliente, tenía que voltear hacia arriba para ser atendido por él, o por sus hijos, Felipe, Andrés, y en ocasiones Abraham. -Don Andrés me atendió-. Al llegar, lo saludé, y le pedí los objetos que deseaba adquirir; él, se me quedó viendo haciendo sus ojos muy chiquitos, cejas muy largas, y un sombrero bastante destartalado, luego me preguntó:
-Oye buqui, nunca te había visto, eres muy tipo, de quién eres, vives aquí?
-Acabo de llegar ésta semana, soy sobrino del Profesor Heraclio Manuel Espinoza Grosso.
-Ahh, entonces haz de cuenta que te conozco, pues fíjate que Rhode, la esposa del profe, es nieta de mi hermano Chemalía Gaxiola. Y también tengo un hijo muy bueno para la cantada, le dicen "Piano", después que vuelvas te voy a platicar de éstos pueblos, y de nuestra gente; y tú me platicas del lugar de dónde vienes.
Me entregó las cosas, se las pagué y me fui, cuando me habia alejado, me gritó:
- ¿Y cómo te llamas buqui jodido pues? porque Yo me llamo Andrés Gaxiola. Regresé le extendí la mano hacia lo alto y le dije mi nombre, y desde ese día fuimos muy buenos amigos, aunque con muy marcada diferencia de edades, pues él rondaba, tal vez los setenta y cinco, y Yo contaba con once años de edad. Don Andrés me había sorprendido en extremo, pues tenía las cejas exageradamente largas, entrecanas.
Ese mismo día, después de desayunar, decidí ensayar y conocer, para cuando tuviera que ir a “matricularme” a sexto año, yendo por la vereda entre el monte, hasta toparme de frente con la escuela en el otro pueblo, en La Sangre, tal y como me lo haba dicho mi tío el día en que me dejó en la casa, y se fueran a Hermosillo…
Continuará mañana…
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