ALGUNAS HISTORIAS DE UN VAQUERO DE MAR.
Pródigo en amistades y afecto fue PABLO CORRALES CESEÑA: “EL FLACO CORRALES”, nacido en el extremo sur de la península, en
En los años de su niñez y primera juventud transcurridos entre su antiguo pueblo natal, y Ensenada, Baja California, desde
El ganado que se transportaba al norte, era arreado desde los corrales de Punta Palmilla, en San José del Cabo, hasta los arenales de la orilla de la playa; ahí se les amarraba de los cuernos en una “sarta” de unas ocho o diez animales, los obligaban a entrar al mar, y con una pequeña embarcación eran remolcadas hasta llegar a un barco que se encontraba fondeado a unos doscientos cincuenta metros alejado de la zona de rompiente. Al llegar los vaqueros-marineros al barco con las vacas, bajaban un gancho con una gruesa cuerda, amarraban vaca por vaca, y con un teclee la subían a la cubierta del barco, que estaba dispuesta con otros improvisados corrales para encerrar el ganado. Emprendían la navegación tan pronto subían a la borda a unas ciento cincuenta vacas, cuando el tiempo atmosférico era óptimo, y unas sesenta si las condiciones eran malas. Con la cubierta llena de su extraña “captura”, el barco trazaba su rumbo para Ensenada, Baja California, llevando al cuidado del ganado al mejor “vaquero-marino” conocido por su laboriosidad, y paciencia: “EL FLACO CORRALES”.
Navegaban por varios días, hasta llegar al puerto de Ensenada , mientras a bordo El Flaco, alimentaba y daba de beber al ganado, haciendo ambas cosas tan de buena gana, que le gustaba mantenerse en cubierta siempre, ahí entre el ganado dormía, ahí comía, incluso platicaba de tú a tú con sus reses preferidas, también regañaba y hasta aislaba a los más inestables y locos animales, al menos es lo que me refirió en una de nuestras tantas platicas, en
Cuando el barco bajaba las amarras en las vitas del puerto de Ensenada, también bajaba el ganado a los patios fiscales, donde lo encerraban en otros corrales, así que el ganado se la pasaba siempre de corral en corral, al cuidado de Corrales.
De los patios del puerto el ganado era transportado en troques al valle de Ojos Negros, en Real del Castillo, donde lo cuidaban unos vaqueros de tierra, ahí lo engordaban, y unos meses más tarde eran transportados a los distintos puntos de consumo, principalmente Tijuana, Baja California.
Mientras esto sucedía, nuestro vaquero-marino, “El Flaco”, ya venía de regreso de San José del cabo a Ensenada a bordo, con otro centenar de vacunos.
Habían transcurrido varios años en esta labor del vaquero de mar, hasta que un buen día mientras se encontraba en una cantina tomando unas copas, con la vista perdida en el centro de la mesa en la que tenía clavado desganadamente los codos, se le acercó un hombre, vaquero de tierra. El Flaco y aquel hombre entraron en una amena plática:
Nos tratamos con tan buen gusto, como los perros que se encuentran y se mueven alegremente la cola, me dijo desenfadadamente El Flaco. Y luego agregó:
Siempre noté que me estaba platicando un mentirero, así que también yo le conté otro mentirero, pues tan vaquero él como yo, igualitos de embusteros.
Al terminar sus labores en uno de aquellos tantos viajes, en otra cantina de Ensenada, El Flaco se encontraba sentado solo en su mesa, sin más compañía que sus recuerdos y sus anhelos, de repente escuchó a dos que platicaban de la urgente necesidad de encontrar a un farero para que cuidara ese quehacer en la isla de Guadalupe. Eso llamó la atención de El Flaco, así que se acercó a los desconocidos para tener informes acerca de ese trabajo.
¿Están buscando a un farero?
¿Sí señor, en que trabaja usted?
Cuido las vacas en el barco.
¿Se ríe de nosotros?
No, ese es mi trabajo, soy el vaquero a bordo del barco.
Entonces el trabajo no es para usted, le contestó uno de aquellos que parecía “mexiquillo”, según recordaba el Flaco a juzgar por su acento.
Más bien por curiosidad los”mexiquillos” escucharon las relaciones de vaquero de abordo que les hizo Corrales, pues no le creyeron que su trabajo era el que describía. De cualquier forma les comentó que en esa misma cantina en 1948 había conocido al guarda faros de San Gerónimo, y que se llamaba Felipe López García, quien lo había invitado a trabajar en la langosteada allá en aquella isla, ubicada en la bahía de El Rosario, Baja California, y que le tomaría la palabra, pues ya estaba cansado de las largas travesías y de las vaquereadas en el océano pacifico.
En 1949, año en que por primera vez El Flaco Corrales llega a El Rosario, Baja California, en busca de Felipe López García, pidió asilo por pura casualidad en casa de don Lázaro Peralta Acevedo, y su esposa Tulita Duarte Valladolid, quienes le consiguieron “ráete” desde El Rosario a Punta Baja, para que de ahí le dieran otro aventón a la isla de San Gerónimo. Cuando una tarde casi para anochecer arribo a la isla, preguntó por su protector Felipe López García, tomándolo por sorpresa, ya que López, ni siquiera se acordaba haber platicado en una cantina con aquel espigado joven sureño de alborotada cabellera, y triste mirada; pero ni modo de dejarlo abandonado a su suerte, lo hospedó, y en la primer madrugada del Flaco en la isla, se lo llevó a “marea” (trabajo en el mar), a levantar las trampas langosteras en el Arrecife de Sacramento. Junto con López trabajó El flaco por espacio de algún tiempo: mientras que en las mañanas levantaban las trampas langosteras, en las tardes subían a la cima de la isla para encender el faro, cosa que hacían juntos, subiendo por la empinada cuesta los pesados tanques de gas para la mecha del faro, lo que después hacia solo El Flaco.
Tan bien se sentía el flaco en aquella isla que invitó a trabajar allá a su entrañable amigo y pariente Ramón Marrón Cesena. Trabajaban juntos los tres: Felipe López García, Ramón Marrón Ceseña, y El “Flaco Corrales”, el menos apto en aquellos menesteres de la pesca era por supuesto El Flaco.
Un día en el arrecife de Sacramento se volteó la panguita por una enorme ola que les “quebró” encima, ahogándose Felipe, y Ramón, sin que nunca jamás aparecieran sus cuerpos.
El Flaco solo en el isleño campo pesquero meditaba en algunos planes dado su incierto futuro, ya que perdidos sus grandes amigos, prefería regresar a su tierra, si no lo hizo fue porque no había quien prendiera el faro todas las noches y lo apagara en todos los amaneceres, de manera regular, así se fue quedando, y un buen día atracó en la isla un barco del gobierno mexicano para supervisar el faro.
Cuando llegaron a la playa preguntaron por el farero:
Se ahogó, pero lo atiende “El Flaco Corrales”, contestó Héctor Duarte Valladolid: “Coliro Duarte”.
Algo turbados aquellos hombres, se enfilaron hacia el campo de Corrales, según las señas que les dió “Coliro Duarte”, al llegar le preguntaron:
¿Alguien lo instaló como guarda faros?
No, nadie.
¿Conoció al guarda faros?
Sí, nos volteamos juntos en marea, y se ahogaron él y mi otro compañero, solo yo me salvé.
Conoce a alguien que quisiera tomar el trabajo de guarda faros:
Si, ya lo estoy haciendo, así que sólo denme el nombramiento, los avituallamientos, y háblenme del sueldo, digo si les parece.
Así fue como El Flaco Corrales se convertía en 1950 en el guarda faros de San Gerónimo, lugar que ocupó hasta 1986. Antes de ocupar el puesto de farero de manera “oficial”, y a la pérdida de sus amigos, había alistado un equipo langostero, con una panga que le compró a “Coliro Duarte”, y un motorcito fuera de borda que le compró a José de Jesús “Joselio” Espinoza peralta. En esta actividad pensaba pasarse ocupado, mientras el gobierno enviaba su nombramiento de nuevo farero, sin saber que catorce años le tomaría la espera para obtener ese puesto, y que lo haría quedarse en la isla de El Rosario, con el cargo que antes le había negado un mexiquillo.
El incansable Flaco Corrales, salía a “marea”, para levantar las trampas, antes de eso, esperaba que clareara el alba para apagar el faro, luego bajaba apresurado la alta colina de la isla, se dirigía a la panga que ya estaba en el agua, para irse a “marea”. Llegaba como a las doce del día al muerto, donde depositaba las langostas capturadas, las dejaba en los recibones, y luego emprendía la marcha hacia el campo, donde preparaba sus alimentos, mientras tanto esperaba que los abuloneros regresaran de marea, cosa que hacían como para la una de la tarde de todos los días. En la playa de la isla los abuloneros mataban y desconchaban su captura de abulón, la ensacaban, y la subían a bordo de la embarcación del Flaco Corrales, quien para las cuatro de la tarde salía con rumbo a tierra para entregar la diaria captura de los isleños, para que fuera llevada a la empacadora ubicada en El Rosario.
Llegaba a Punta Baja en tierra, entregaba la carga, y volvía a cargar la panga, ahora con tanques de agua dulce, provisiones, gasolina, lubricantes, y en muchas ocasiones llevaba de pasajeros a algunos pescadores o hijos de éstos que viajaban a la isla, o a tierra. El faro lo encendían algunos de los compañeros ya que El Flaco regresaba a eso de las diez de la noche, bajaban la carga, la subían a la isla, y también sacaban del agua la panga que por cierto la llamaban: “La Flaca”.
En mi libro “LOS ROSAREÑOS” que publiqué en 1992, dejé asentadas algunas vivencias de El Flaco, aquí comentaré algo de esas epopeyas tan curiosas del buen y extinto amigo Corrales: Sus naufragios.
Una mañana del mes de julio de 1965, dice el flaco Corrales, me encontraba muy concentrado levantando un palangar (palangre), que tenia tirado en el arrecife de Sacramento, frente a la isla de San Gerónimo, siendo esta la causa que no me diera cuenta que la barra de espesa neblina cubría ya toda la bahía de El Rosario, acercándose ya a unos cuantos cientos de metros del lugar donde me encontraba, la isla ya no se veía, salvo una parte de la costa desde Punta de san Antonio para abajo (al sur); en cuestión de unos minutos la espesa neblina lo cubrió todo, y en unos cuantos minutos más, me encontraba totalmente norteado.
¡Busqué la isla hasta que se me acabó la gasolina, sin lograr encontrarla!
Ya sin gasolina quedé a la deriva, las corrientes y el viento me guerrearon (arrastraron) durante tres días y sus tres noches, nunca supe en qué lugar me encontraba, ya que el neblinazo era como lluvia, siempre estuve totalmente mojado, parecía que no trajera ropa, hasta las plantas de mis pies nadaban en mis botas. En algún momento de la deriva mientras achicaba la panga (le sacaba el agua), por descuido empujé un remo al agua, y por más esfuerzos que hice no lo pude recuperar, así que quedé solo con un remo, ahora sí que estaba indefenso, el remo lo utilicé como timón, sólo para guiar la panga quien sabe con qué rumbo.
Una madrugada alcancé a divisar las montañas de la costa, apresurado tome rumbo hacia ellas, ya que la neblina pronto ocuparía ese hueco abierto, cuando llegué a la zona de rompiente una gran ola volcó la panga, de ahí en adelante nadé hasta encontrar la playa, luego subí a tierra firme. Aquí inició otra odisea, ya que no sabía en donde me encontraba, en qué lugar encontraría alguna persona, algún rancho, algún vaquero,…A causa del esfuerzo que hice para salir nadando perdí ambas botas, calcetines, y calcetas; en la costa luego de mucho caminar encontré una chancla japonesa, y una almohada. La chancla la adapté a mi pié, y con la almohada hice el otro “zapato, y un sombrero”, ya que el intenso calor de la media mañana me estaba quitando las pocas energías que aún conservaba. Poco antes del medio día encontré un abulón varado:
¡Desayuné después de tres días sin agua ni bocado alguno!
Caminé por toda la pedregosa playa, sin poder subir a tierra por lo alto de los acantilados, y cuando encontré una pequeña cañada subí a lo alto, sin lograr ubicarme por más que trataba de reconocer el lugar; bajé de nuevo a la playa, ya que por arriba no se podía caminar, y luego de hacerlo por la orilla del agua, casi para caer la noche alcancé a ver un basurero, indicios de actividad humana, sin dudarlo corrí hasta lo alto, entré a unos campos pesqueros que se encontraban solos: ¿Qué lugar es este?, no había ningún rastro de comida, salvo un saco de cebollas; encontré en el basurero una caja de cartón semidestruida, se le alcanzaba a leer “CAJEME”, deduje entonces que me encontraba en el puerto de Santa Catarina, pues ahí trabajaba Marcelino Cajeme García, y sus hijos Guillermo, y Pascual; era de las cajas en las que desde Ensenada la cooperativa “Ensenada” nos enviaba las provisiones con cargo a nuestra producción en los barcos “Titán”, y “Resolute” del capitán Prisciliano Mouett, mi paisano de San José del Cabo.
En el propio basurero escurrí varias latas de salsa valvita, logré juntar media lata, con esa salsa y con una cebolla, cené.
Con la certeza de la ubicación del lugar donde me encontraba, inicié la caminata hacia el rancho de Santa Catarina de don Gilberto Peralta Véliz, caminaba de noche y dormía de día, ya que el calor sofocante del desierto central destruye a cualquiera; llegué a una ciénega y tomé tanta agua que creí acabármela, pero perdí el sentido no sé por cuanto tiempo, hasta que unos coyotes me despertaron, desesperado volví a tomar más agua, y me fui con pasos vacilantes con rumbo al rancho, ya no me importaba que fuera de día o de noche. Ocupaba urgentemente una sombra, de pronto miré un chino, árbol de la región, corrí desesperado hacia allá, pero al llegar ya estaba ocupado por una feroz vaquilla, que tan pronto vio que me acercaba, se lanzó sobre mi haciéndome correr cuesta abajo, hasta que encontré un recoveco que una corriente había dejado, ahí me refugié, luego aquella maldita regresó a su árbol, la observé hasta que se fue del lugar con rumbo a la ciénega, entonces fui y tomé la sombra que tanto necesitaba, duré ahí no sé cuántas horas, tal vez todo el día. Lejos de ahí unos vaqueros encontraron mi huella, dieron aviso a Miguel Cota, y al Güero Peralta, quienes supusieron que podría ser yo, ya que estaban enterados de mi naufragio. Me buscaron cortando mi huella, me encontraron caminando más muerto que vivo, me llevaron al rancho, donde me dieron café y pastillas, al rato otra ración igual, unas horas después me dieron arroz, hasta que me repuse, pero el intenso dolor de mis pies no me dejaba dormir.
Miguel Cota me llevó hasta el camino real, aún no existía la carretera transpeninsular, me dejó a la orilla del camino en un lugar entre Penjamo, y El Progreso de Marcelino Cajeme para que alguien me llevara a El Rosario. En el camino real me senté a esperar algún troquero, o cualquier otro sureño que viajara con rumbo al norte; después de horas alcancé a ver una alta polvareda, es troque me dije, me van a echar arriba de la carga, entre el ganado, o caguamas, según lo que traigan. Antes que llegara el troque, mucho antes, me paré en medio del camino, porque dudaba que no me vieran, así de grande era mi incertidumbre.
El troquero era Don Gustavo Villavicencio, venía de San Ignacio, Baja California Sur, con rumbo a Ensenada, cargado de ganado para la venta.
¿Quiubo Flaco, que haces en medio del camino?
¡He estado perdido por varios días, y quiero ir para El Rosario!
Bueno súbete, vámonos. Acá adelante, como vas a viajar entre las vacas.
Le platiqué toda mi odisea, Gustavo no sabía que decirme, solo atinaba en abrir los ojos, muy sorprendido que siguiera yo aún con vida. Llegamos a todos los ranchos entre Penjamo y El Rosario, todos se sorprendían al verme, Adalberto Espinoza Peralta, apodado “El Caracol”, en el rancho “El Arenoso” me dijo, mientras me preparaba una exquisita machaca seca, y café.
¡Decían que te habías perdido en el mar, pero ya veo que andabas con Gustavo Villavicencio!
Cuando llegamos a El Rosario, me dijo Francisca” Pachita” Vidaurrázaga Peralta, la esposa de Serapio García Marrón:
¡Qué pasó siete vidas, aquí andas pelele correoso: ya tenemos varios días rezándote el novenario!
Deja contarte otro de mis tantos naufragios, pero te pido que no saques éstas historias del pueblo:
Siempre en las noches en que regresaba muy cargado desde Punta Baja con rumbo a la isla, me orientaba con la luz del faro, para no errar el rumbo y viajar a la deriva, aquel día cuando salí de la isla a Punta Baja, le pedí a Joaquín Camacho que prendiera el faro, cuando lo fue hacer, salió un flamazo tan fuerte que decidió no prenderlo por temor a que sucediera algo de mayores consecuencias. Al saber lo sucedido Juan Peralta Acevedo, encendió una gran lumbrada para que al verla me guiara, mientras yo navegaba miré aquella luz a mis espaldas, y no al frente como debía ser, así que pensé, es la luz de un barco que va por fuera, aun no llégo, y seguí navegando hasta que se me terminó la gasolina, ahí me quedé de nuevo a la deriva, pero ahora amarré la panga a unos sargazos flotantes (plantas). Otro día al amanecer Joaquín Camacho que pasaba por donde me encontraba, me pregunto:
¿Qué haces aquí Flaco?
¡Me vine de paso anoche!
¡Juan Peralta te está esperando para salir a levantar las trampas de la langosta!
Regresé a la isla con gasolina que me dió Joaquín, descargamos las mercancías que eran muchísimas, apenas las podía la panga; y nos fuimos a marea Juan y Yo.
No sin antes regañarme “duramente”, por lo acontecido la noche anterior:
¡Pon más cuidado espeso!, me decía Juan Peralta a cada rato.
Interrumpí en su narrativa al Flaco Corrales, para preguntarle por que le habían pasado esas malas experiencias.
¡Por eso mismo, por mi falta de experiencia!, afirmó.
En otro de mis naufragios, navegábamos de Punta Baja a la isla, los jovencitos “Pichín” Duarte Martorell, José Martínez Ceseña y Yo, de repente ya para llegar a la isla, una ola nos alcanzó y nos volteó: Pichín salió a nado y dió aviso en la isla a Julio Espinoza García, quien de paso en su carrera hacia el varadero, le dijo a su sobrino el joven Adalberto “Zurdo” Fuerte Espinoza, vente zurdo para que me ayudes a rescatar al Flaco y a José Martínez, ya que de inmediato salieron a buscarnos, para entonces nosotros con infinidad de batallas nos habíamos subido a un islote que estaba completamente lleno de lobos, y no nos dejaban acercar. Cuando Julio y el Zurdo llegaron, José brincó y nadó a como pudo hasta ellos, que no se podían acercar al islote por lo embravecido del mar, mientras que yo no podía moverme por el intenso frío, así que Julio desesperado porque no me movía, sacó una cuerda y pasando a toda velocidad, con el zurdo al timón, y con la panga cerca del islote me lazó como a un becerro, y me arrastraron hacia el mar abierto, al lugar donde las olas no le hicieran daño a la embarcación. En esa loca arrastrada que me dieron, ya me ahogaba, pues iba bajo el agua a gran velocidad. Con la misma cuerda me jalaron hasta la falca de la panga, y Julio me subió como a un bebito, me recostó en el banco del medio, y me echó una lona muy dura encima, me llevó a la isla donde me atendió en su campo.
Cuando ya estuve bien, los que venían a verme al campo de Julio me decían de todo, algunos me regañaban, otros me felicitaban por mi buena suerte, y otros más sólo me veían incrédulos, movían la cabeza y se retiraban, yo solo los miraba, sin contestar nada.
¿Por qué le paso esto? Pregunté al Flaco, en aquella nuestra plática.
¡Por la falta de experiencia!, contestó sin ningún enfado.
En otro de mis naufragios, navegábamos Rafael Martínez Ceseña y Yo de la isla a Punta Baja, con 727 kilos de abulón, y con 300 kilos de sargazo seco, por la excesiva carga en la panga, (ya que sólo podía unos 750 kilos), le iba entrando agua por los hoyos de la bosa (parte alta de la proa), luego sentí muy débil a la panga, pues con la carga mas el agua, perdía flotación, entonces le dije a Rafael:
¡Alístate porque nos vamos a ir a pique!
En un parpadeo ya estábamos los dos flotando, la panga se fue al fondo en el lugar conocido como el “bajo de arriba”, y al rato surgió con el fondo para arriba, ahí nos subimos, para esto ya era de noche. Le dije a Rafael que entonces andaba en los diecisiete años de edad, ponte tu traje de buzo, y nada hasta la orilla para que des aviso; Rafael abrió desmesuradamente los ojos, pues la distancia a la orilla era como de unos diez kilómetros, aun así se vistió de buzo y nadó con rumbo a tierra firme. Al amanecer después de nadar toda la noche no pudo mas, se enredó en unos sargazales flotantes, en eso pasaron a lo lejos Juan Peralta Acevedo, y Manuel “Niní” Espinoza Vidaurrázaga, quienes lo alcanzaron a ver, y pensando que era un lobo, siguieron con su rumbo y en su búsqueda, pero como Rafael levantaba los brazos, dieron vuelta y fueron a verlo:
¡Es Rafael!
¿Y El Flaco, en dónde está?
¡No sé, nos fuimos a pique!
¿Cuándo?, ¿anoche o ahora?
¡Anoche!
Lo rescataron, lo llevaron a El Rosario para que lo atendieran, mientras que yo seguí perdido un día y una noche más, hasta que me encontraron Epifanio “Pifas” Acevedo Valtierra, Luis “Liqui” García Acevedo, y Anastasio “Tacho” Gerardo real, quienes me llevaron a la Delegación de gobierno en El Rosario para levantar un acta con mis declaraciones, en donde dejé asentado que el naufragio se debió a mi falta de experiencia.
Pablo Corrales Ceseña, nuestro entrañable Flaco, dejó su trabajo de farero en 1986, después de 22 años de trabajo ininterrumpido, que aunque lo había iniciado desde 1950, su nombramiento le llegó 14 años después, en 1964, por lo que él trabajó de farero los primeros catorce años sin sueldo alguno.
A su retiro de farero siguió viviendo en la isla, pero pretendía conseguir un terrenito en Punta Baja para construir ahí su casa, y trabajar ahora sacando de paseo por la bahía a los gringos, o a cualquier turista, pues ya tenía suficiente experiencia acumulada como hombre de mar.
Un día de la década de los noventa, le pregunté a Amado Duarte Valladolid por el Flaco, y me contestó:
¡OH desde cuándo que murió!
No supo dar la fecha en que esto ocurrió, yo por andar en mi trabajo fuera de mi pueblo, no me enteré de su muerte, ni de ningún otro pormenor del caso.
No he podido cumplir con el deseo del Flaco, aquel en que me pidió que no se supiera fuera del pueblo lo de sus naufragios, sin embargo considero que a este gran hombre no podemos dejarlo morir, no podemos enterrar su grata memoria, su gran presencia. ¡Así que Flaquito estés donde estés, seguirás con nosotros, y con quien esto lea, no te podremos olvidar jamás!
Recuerdo que en otro de sus naufragios, en 1977, yo trabajaba en ocasiones, en mis vacaciones de la universidad de cajero en el Mercado “Impulsora Comercial”, entonces propiedad de Antonio “Quirino” Espinoza Peralta, en El Rosario, de repente una mañana en la fila de clientes estaba El Flaco, quien llevaba unos cigarros. Al pagar me dio un billete de diez pesos, de aquellos grises que tenían al padre Hidalgo, completamente reblandecido por los quince días que permaneció en la bolsa del pantalón del Flaco, mientras este estuvo perdido en el mar. No quise recibirle el billete, algo me detuvo, pensé en la grandeza de aquel hombre: Está bien así Flaquito, le dije, mientras le regresaba el maltrecho billete, tan maltrecho y destartalado como él, está bien así, le repetí.
¡Gracias Manito!, me contestó, sin mostrar ningún asomo de nada en su rostro, ni en sus grises ojos, solo se pasó la mano por su alborotada y blanquizca cabellera, y se marchó.
En las afueras del mercado se escuchó un gran estruendo y aplausos, cuando salió la muchedumbre lo vitoreaba, algunos le gritaban sin ánimo de ofensa:
¡Eres único Flaco!
¡Pinché Flaco loco, eres un viejo lobo de mar!
¡Viva El Flaco Corrales, arriba El Rosario que lo recibió!
En la tarde de ese mismo día le pregunté:
¿Por qué no utilizas algún tipo de compás, brújula, o sextante para que saques rumbo, y no te pierdas?
Sin inmutarse por mi atrevimiento me contestó:
¡Para que pueda querer esas cosas yo, si con la vista me basta!
En su respuesta adiviné lo que me quiso decir: ¡Para qué, si un ojo lo tengo a nivel, y el otro lo tengo a plomo!, como queriendo decir según los ademanes que hizo al aire: Con un ojo veo el horizonte, y con el otro veo las estrellas, o lo que es lo mismo: Con un ojo veo de lado a lado, y con el otro veo de arriba abajo.
Considero que no podemos dejar que éstas historias de vida las arropen los polvos del olvido, no podemos olvidar a Pablo “El Flaco” Corrales Ceseña, no debemos abandonarlo en el naufragio del olvido, también de este naufragio debemos rescatarlo. Así que bienvenido seas Flaco Corrales, Bienvenido sea el único vaquero de mar que en mi vida he conocido.
AUTOR DEL ARTÍCULO
ING. ALEJANDRO ESPINOZA ARROYO
EL ROSARIO, BAJA CALIFORNIA, MEXICO
DOMINGO 13 DE JUNIO DEL 2010.
Notas: El Flaco Corrales, en El Rosario, paraba en casa de Norberto “Yoti” Espinoza Romo quien poseía un cuartito donde almacenaba gasolina, ya que él era uno de los que expendían ese combustible a los pescadores, y rancheros; su esposa Celestina “Cuty” Duarte Valladolid, tenía una fonda donde El Flaco Corrales era abonado sin paga, ya que nunca le querían cobrar el hospedaje ni los alimentos. A la muerte de Celestina, siguió llegando a la casa, y cuando también Norberto murió, se hospedaba en casa de Amado Duarte Valladolid, hermano y vecino de Celestina. La esposa de Amado, de nombre Hermelinda Martorell, oriunda de la misión de Santo Domingo, era quien después atendía al Flaco Corrales.
Los viajes que El Flaco Corrales realizaba de la isla a Punta Baja, y de Punta Baja a la isla con las cargas, ya de productos del mar, o con víveres, no eran su obligación, esto lo hacia por simple apoyo a sus compañeros pescadores.
El Flaco Corrales debe haber fallecido hacia 1998, ya que en la publicación de mi primer libro, “LOS ROSAREÑOS”, en 1992, lo leyó, incluso me comentó años más tarde, que para qué lo había puesto ahí con sus historias: ¡Esta bien, pero ya no lo vuelvas hacer manito!, me dijo.
Vivió solo en la isla y El Rosario, durante unos cuarenta años o más, sólo viajaba de El Rosario a la isla y a Ensenada.
Rafael y José Martínez Ceseña, son hijos de Guadalupe Martínez, originario de San José del Cabo, coterráneo de Corrales, llegó a la isla por invitación de Corrales para trabajar en la recolección del guano, se quedó junto con su familia a vivir de manera permanente en El Rosario, donde a la fecha tiene nietos y bisnietos.
Los jóvenes aludidos no pasaban de los quince años de edad, en los momentos de cada naufragio.
Los pescadores restantes, eran hombres de máximo cuarenta años de edad en los días de los naufragios, salvo Lázaro y Juan peralta Acevedo, Gustavo Villavicencio, Serapio García Marrón, su esposa “Pachita” Vidaurrazaga Peralta, y Adalberto “Caracol” Espinoza Peralta, contaban con edades entre los cincuenta y setenta y cinco años.
1 comentario:
Excelente redacción.muy interesante. Ingeniero Alejandro el libro de los Rosareños .. De donde se consigue? Gracias. Abgg
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