Una
tradición misionera centenaria que sobrevive en Baja California.
El
primer panteón de El Rosario fue fundado en 1774; el segundo en 1802; el
tercero hacía 1863, y el cuarto el 24 de Diciembre de 2011.
Nuestras
tradiciones son cultura y conocimiento, valoremos nuestro legado.
Por
Ing. Alejandro Espinoza Arroyo
El
Rosario, Baja California
07
de Noviembre de 2012.
Artículo
número 104.
“Somos
de Baja California, no de Baja; Bajacalifornianos, no bajeños”.
Cuando en 1774, se estableció en lo
que hoy conocemos como El Rosario de Arriba, Baja California el primer sitio de
la misión en el paraje Viñatacot, sitio natural así conocido durante milenios
por las tribus de los primeros pobladores, los mal llamados “indios”, y que a
partir del año del establecimiento de la misión nace El Rosario, un
asentamiento mas para mitigar en poco la ansiedad de mas territorios y dominios
para el imperio español en la península de Baja California, siendo la fundación
de El Rosario, el primer logro de la
orden dominica, la mas austera y pobre
de las tres ordenes religiosas misioneras que sometieron la tierra peninsular
bajacaliforniana y a sus habitantes a la
España de aquél entonces.
En el primer asiento misional
establecido en El Rosario, Baja California en el ya remoto año de 1774, hoy
conocido como El Rosario de Arriba, se abrió el primer panteón para las gentes de “razón”, que eran
españoles, y criollos, mientras que, era costumbre de los misioneros, que a la
poblacón autóctona se les sepultara
aparte, para el caso de El Rosario, en el sitio de la primera misión, los 'indios' se sepultaban en la parte
noreste, sobre una colina, fuera de los muros de la misión. Recientemente se construyó una calle a base
de concreto, que conduce a la colonia “la misión”; esta rampa se construyó en
el preciso sitio donde se encontraba el panteón de los “neófitos”, tambien
llamados penitentes, o indios, que era como los misioneros y cualquier
extranjero llamaba a los cochimies.
Para el año de 1802, en que se
estableció el segundo sitio de la misión, en lo que hoy conocemos como El
Rosario de Abajo, de inmediato se abrió un nuevo panteón al suroeste de las
construcciones del nuevo sitio misional. Aunque desconocemos en la actualidad a
quien fue la primera persona que se le sepultó en ese lugar, sabemos que a
partir de aquel año, de 1802, la mayoría
de los rosareños allí descansan.
Posteriormente, en los primeros días
del registro civil en México, en El Rosario, hacía 1862, se extendió el panteón
hacia el Este, colina arriba, en cuyo lugar se han sepultado infinidad de
personas, mayormente de las familias Valladolid, Meza, y Ortiz. En ese lugar,
hacia 1863, fue sepultado Regís Varelas, siendo abandonado el sitio por unos
veinte años, siendo hasta los 1880 en que se sepultó a dos o tres parroquianos
má, para ser abandonado de nuevo, y reabierto en 1921 con el sepelio del chino
Alfonso Cho, siendo desde esa fecha utilizado en forma permamanente hasta la actualidad.
DIA
DE MUERTOS EL AÑO DE 1848.
A nuestros días ha llegado un
valioso legado, relativo a la original costumbre misionera de la conmemoración
del día de muertos, que en El Rosario se ha transmitido de generación en
generación, siendo este el único sitio en Baja California, donde se conserva
esa tradición misionera, y que Don Manuel Clemente Rojo, dejara algunos importantes pormenores acerca de esta costumbre.
Según las relaciones que Rojo dejó
escritas y que llegaron hasta nuestros días, él se encontraba en la misión de
Santo Domingo de la Frontera, el día dos de noviembre de 1848, día de muertos,
viajó hasta allá proveniente de El Rosario.
“Por la mañana del día dos de
noviembre, describe Rojo, las familias acuden a limpiar las tumbas, y el
panteón en general; lo hacen de manera que mientras unos llegan, otros se
retiran del lugar.
La celebración de lleno inicia al
caer la noche, se reúnen las familias
alrededor de las tumbas de sus difuntos, mientras encienden una “bujía”, (en referencia a una vela), que los
mismos rancheros fabricaban para ese fin, valiéndose de la cera de las pencas
de miel.
La familia reunida en torno a la
tumba del ser querido, enciende la bujía, y se quedan toda la noche velándola
para volver a encenderla cuando el viento la apaga, mientras tanto, todos
rezan, y platican mayormente los recuerdos que se guardan del difunto.
Al amanecer se despiden los
últimos parientes que aun quedan en el panteón, de donde el retiro inicia hacia
las tres de la mañana, para volver al año siguiente”.
Esta conmemoración de muertos
descrita por Manuel Clemente Rojo, se acostumbraba en todas las misiones, sin
embargo en la actualidad, solo en El Rosario se conserva intacta, al igual
que en aquellos lejanos tiempos.
CELEBRACION
EN EL ROSARIO.
En El Rosario al igual que antaño,
en la actualidad, el día primero y dos de noviembre se atiende durante el día
la limpieza de las tumbas y el panteón, mientras unos llegan, otros se retiran,
llevando a cabo todo tipo de arreglos dentro del camposanto, es decir, se
prepara el panteón, para que al anochecer del día dos el pueblo completo acude a pasar la noche con
sus fallecidos, de tal manera que el ambiente
de respeto, de camaradería, de afecto, entre todos los asistentes es de
suma importancia y cordialidad.
Nunca se ha acostumbrado tomar licor durante esta
ceremonia, solo se agregaron bebidas calientes, después algunos alimentos, y ya
para principios del siglo veinte, se introdujeron a muy baja escala panes de
lonche, panecillos de maíz, galleta pilota, chocolate, atole de maíz; y principalmente café.
Hoy en día, en cada tumba se encienden
cientos de velas, ya no una como las que describe Rojo. Familias completas
desde mayores, jóvenes, niños de brazos y de mano, se arremolinan en torno a
las tumbas, y después de un rato, inicia el recorrido por todo el panteón, para
saludar y brindar el respeto a los parientes que “velan” las tumbas, donde
descansan los demás parientes.
Desde hace siglos, en El Rosario, se
ha enseñado, y se sigue enseñando a los
niños que enciendan velas en las tumbas
que permanecen apagadas. Los niños piden velas a cualquier persona que se
encuentren a su paso, los que generosamente
las obsequian para que cumplan con su encargo, y para que la tradición
continúe.
Existen tumbas en las que nadie enciende
velas, salvo los niños y algunos adultos; estas tumbas son en las que descansan
personas que ya no cuentan con ningún sobreviviente en el pueblo, o bien, son
de personas que vivían solas, y cuando murieron la caridad pública las sepultó;
y que ahora la misma caridad pública les enciende velas para iluminarles el
camino hacia donde quiera que vayan.
Por
fuera del panteón, en la colindancia sur, existen varios y solitarios
sepulcros, en las que hace unos cien años o más, fueron sepultadas las personas
que la iglesia consideraba herejes, tales como practicantes de magia negra, o
cualquier individuo que hubiera sido excomulgado.
Estas personas eran consideradas no
gratas, y la iglesia los olvidaba para siempre, no permitiendo cruz en sus
tumbas, tampoco el nombre del fallecido, de tal suerte que su entierro era en
todos los sentidos, y por fuera del camposanto. Por estas razones legadas
durante todos los tiempos, no se acostumbra voltear incluso en la actualidad a
ver los sitios donde yacen aquellos desdichados; aunque ya para estos tiempos
se encuentran muy borrados, y afectados por las corrientes pluviales, con lo
que se viene perdiendo esa parte de nuestra historia.
A todas las tumbas que se encuentran
dentro del cerco del camposanto, absolutamente a todas, se les encienden velas.
Esta bonita costumbre y tradición misionera
de festejar a los muertos, originalmente arraigada en todos los panteones del
norte peninsular fue perdiendo presencia, a grado tal, que ya se ha olvidado en
todas partes, no así en El Rosario, y que se ha conservado, creo que es,
gracias a lo aislado que estuvo este
sitio desde su fundación hasta el año de 1973, año en que llegó la carretera
transpeninsular; es decir su aislamiento fue durante 199 años, lo que redundó
en la preservación de originales costumbres como esta, las vaquerías, la pesca
tradicional, la microhistoria narrada de padres a hijos, entre otras originales
costumbres que continúan hasta nuestros días en mi tierra.
MI PRIMER CONTACTO CON ESTA TRADICION.
La primer ocasión que tuve
conocimiento de esta bonita tradición,
-claro sin entenderla en aquella primera vez-, fue cuando era un niño
que aun no cumplía los seis años de edad, el año de 1963, y es que la tarde del
día dos de noviembre de aquel año, mi madre y yo preparamos tamales de carne de
res, y tan luego como cayó la tarde, casi para obscurecer, me mandó a pie con
rumbo al panteón, para que los vendiera, y con ello poder ayudarnos un poco con
la maltrecha economía familiar de
aquellos “tiempos malos”.
Recuerdo que por ser mi carácter
callado, y como no se acostumbraba entonces que los chicos cuestionaran las decisiones de los mayores, partí desde El Rosario de
Arriba, donde vivíamos, con rumbo a El Rosario de Abajo, donde el panteón se
encuentra.
Antes
de salir de casa mi madre me dio tremendas y vastas recomendaciones:
No te vayas por el camino de carros, vete por
el arroyo, por las veredas de los caballos, no sea que algún borracho te
atropelle, y cuando escuches algún jinete te metes al monte, no te entretengas
en nada; !Ah!, y no vayas a perder el dinero.
En la travesía entre la casa y el
panteón, me asaltaban y torturaban todo tipo de pensamientos, mientras pensaba
que a mi madre algo malo le pasaba, pues como era que vendería tamales en el
panteón, donde todos estaban muertos. Mi
miedo y angustia crecían importantemente a medida que la obscuridad
caía, se acrecentaba entre mas me acercaba al panteón.
Cuando salí del monte, ya en El Rosario de
Abajo, alcancé a mirar un lucerío en el
panteón, nunca antes visto por mi en ningún lado, mi sorpresa fue mayúscula,
pues creía que las ánimas se estaban apareciendo, ya que esas eran las cosas
que contaban algunos mayores en repetidas ocasiones.
Escuché que se acercaban algunos jinetes
al lucerío, y luego escuché murmullos como de platicas, y de rezos; por ahí
dejé la pesada olla de los tamales, mientras me acerqué sin salir de la
absoluta obscuridad, para apreciar, y explorar
lo nuevo que aparecía ante mis ojos, y poder correr en caso necesario,
pero distinguí personas conocidas, así que después de un rato de observación
regresé por la olla, y con cierta confianza me adentré al panteón, para entonces eran cuando mucho las nueve de la noche.
Se acercaron varias personas, todas conocidas
por mí, estaban vivas, me compraron rápidamente los tamales, así que la
confianza la recobré, y el miedo se fue.
A partir de 1961, con la llegada a El
Rosario, y posterior fallecimiento de personas del Ejido Nuevo Uruapan, oriundos del interior del país, y que al
sepultar en nuestro panteón a sus seres queridos, integraron a nuestras
costumbres la flor de cempasúchil antes desconocida por nosotros. Ellos adornan
las tumbas al estilo del México interior, y asisten al panteón sólo de día.
Con celebraciones auténticas, genuinas
formas de vida transmitida de abuelos a nietos, de padres a hijos, es como
conservamos, en parte, aun el espíritu misional en nuestra tierra, el que sin
lugar a dudas perdurara espléndidamente por largo tiempo, como hasta ahora ha
sido…!Se las encargamos jóvenes
rosareños!…
OTRA
COSTUMBRE DE SEPULTAR.
Los sepulcros que se encuentran en los ranchos
de la región de El Rosario, como lo son San Juan de Dios, Los Mártires, El
Rosarito de los Loya, entre otros, eran construidos como a continuación se
indica:
En los suelos rocosos se abrían fosas
de unos cuarenta centímetros de profundidad, apenas en cuanto el ras del suelo
cubría el cuerpo del difunto, este era colocado sobre el cuero crudo de una
res, y bajo el cuero una tanda de gruesos troncos de mesquite, una cobija,
después se colocaba el cuerpo, y se cubría
con mas cobijas y, con otro cuero crudo de res. Encima de esta mortaja
se colocaba una tanda de gruesos troncos de mesquite, luego encima una capa de
piedras planas; enseguida partiendo desde
el suelo hasta una altura de un metro y medio aproximadamente, se levantaba un
muro perimetral en la fosa. El muro era de roca acomodada, asentada con mortero de cal fabricada por los
mismos rancheros. Este muro se rellenaba de tierra, y en la parte alta se
terminaba la tumba en bóveda o algo similar, que era como se le daba el acabado
final.
Este tipo de sepulcros se utilizaron
al menos durante todo el siglo diecinueve; y se pueden aun ver en los panteones
de los ranchos, y en las viejas tumbas del panteón de El Rosario, tanto arriba
de la colina, como en la parte baja.
Muchos años después, ya en pleno siglo veinte,
los ataúdes en el pueblo se construían a base de madera, muchas veces con
tablas o tablones de los que se varaban en las playas y bahías de la península.
En El Rosario, desde aproximadamente 1937, año en que llegó el colimense José Martínez Radillo, de oficio carpintero, se dio a la tarea de
construir los ataúdes en los que se sepultaba desde la década de los 1930 a los
rosareños; utilizaba tablas de madera de pino, y como era la madera tan escasa,
en muchas ocasiones los construía con la pedacera de tablas que reciclaba de
las pequeñas embarcaciones que él mismo construía en su taller
Los tales ataúdes en ocasiones eran
de varios colores, una parte de pino, otro pedazo de ébano, otro de encino; Don
José completaba el ataúd a como se podía. Cuando la familia llegaba por el
ataúd, Don José además les entregaba por separado la tapa y unos clavos, para
que al momento de bajar al ser querido a su última morada, la clavaran, en el umbral de la fosa.
En 1967, llegó a
El Rosario, el día de muertos un andarín, o húngaro, que es como en los pueblos
se les llama a los hombres que caminan solos, antes por el camino real, hoy por la carretera
transpeninsular. El tal sujeto de mediana edad, se llamaba “Fortunato”, o al menos así dijo llamarse, este hombre padecía
serios trastornos mentales, que rayaban en la locura. La noche de aquel día dos
de noviembre, cuando el pueblo celebraba a sus muertos en el panteón, hizo su
arribo Fortunato, y deslumbrado por la cantidad de luces y por el fuego de las
velas, poco antes de amanecer, cuando ya todos se habían retirado a sus casas,
se dio a la tarea de quitar todas las cruces de madera, las amontonó, y les
predio fuego, quemándolas en una gran fogata, mientras eufórico gritaba. Así de esta manera, El
Rosario perdió una gran cantidad de
antiguas cruces labradas por expertas manos de muchos ya difuntos
artesanos. Durante años “Fortunato”, fue recordado como: “El loco que quemó el panteón”.
En la actualidad existe un cuarto panteón,
que se ubica en la parte de El Rosario, llamada Ejido Nuevo Uruapan, siendo su
primer sepultado, el 24 de Diciembre de 2011, el señor Juan González Durán.
AUTOR
DEL ARTÍCULO.
ING.
ALEJANDRO ESPINOZA ARROYO
EL
ROSARIO, BAJA CALIFORNIA, MEXICO
La
presente es investigación de su autor, quien la protege bajo patente 1660383,
se permite su reproducción siempre que se otorguen los créditos correspondientes.
Nuestras
tradiciones son cultura y conocimiento, valoremos nuestro legado.
Somos
de Baja California, no de Baja; Bajacalifornianos, no Bajeños”.
Vista parcial norte del panteón misionero de El
Rosario, Baja California, el día 2 de noviembre de 2012: Foto: Javier Villa
Espinoza, y Lourdes Espinoza Liera. Archivo: Ing. Alejandro Espinoza
Arroyo/Laura Delia Espinoza Jáuregui.
Vista parcial Oeste del panteón misionero de El
Rosario, Baja California, el día 2 de noviembre de 2012: Foto: Javier Villa
Espinoza, y Lourdes Espinoza Liera. Archivo: Ing. Alejandro Espinoza
Arroyo/Laura Delia Espinoza Jáuregui.
Niños encendiendo velas, ya de noche en el panteón de El Rosario, Baja
California, el día 2 de Noviembre de 2012, sobre la tumba de Zacarías Espinoza
Peralta. Foto: Javier Villa Espinoza. Archivo: Ing. Alejandro Espinoza
Arroyo/Laura Delia Espinoza Jáuregui.
Que me puedes comentar del chino Liumindo, a que se dedico y donde murio.
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